El siniestro motín de las empanadas de carne humana: un “apóstol” volvió a Sierra Chica para revelar los detalles del horror
Hace 25 años un grupo de presos llamados Los Doce Apóstoles, tomaron 17 rehenes, entre ellos una jueza, mataron a ocho presos y cocinaron empanadas con partes de sus cuerpos. Hoy, Ariel “Gitano” Acuña cuenta la escalofriante verdad de lo que ocurrió tras las rejas. Y la versión del guardia Jorge Kröhling que fue capturado por los violentos. Un Documental de Infobae con “el infierno en la tierra”.
Cuando le cuento que después de entrevistarlo a él me voy a encontrar en Sierra Chica con el “Gitano” Ariel Acuña -uno de Los Doce Apóstoles del sangriento motín de la Semana Santa de 1996- el guardia retirado Jorge Kröhling, 57 años, flaco, aún en buen estado físico (practica artes marciales), canoso, habitante de Olavarría, a 12 kilómetros de la prisión maldita, se pone serio y me dice:
-Rezo por él y por todos los que hicieron maldades en esa matanza. Pero ni se te ocurra querer juntarnos. No quiero verlos nunca más.
Los hechos fueron así: el 30 de marzo, hace 25 años, un grupo de presos, llamados Los Doce Apóstoles, tomaron 17 rehenes, entre ellos al por entonces guardia Kröhling, y a la jueza de Azul María de las Mercedes Malere. Mataron a ocho presos y cocinaron empanadas con carne humana.
-Lo que pasó esos días -dice el ex guardia- en el famoso y siniestro motín de la cárcel de Sierra Chica fue un infierno en la tierra. Y yo estuve, lo vi todo y recuerdo todo, como si hubiese pasado ayer. Yo tenía tres hijos y sin embargo quise ser rehén para que liberen a un guardia herido. Entré corriendo con una camilla. Tomé la decisión de entrar para salvar a un colega. Pasé siete días ahí adentro y nunca volví a ser el mismo. Es convivir en cada momento con la muerte.
Por ese acto heroico, Kröhling fue condecorado.
-Lo volvería a hacer -dice el guardia desde su casa olavarriense, y enseguida se sube a una silla y busca arriba de la alacena.
Está de espaldas. Me había dicho que me iba a mostrar una sorpresa. Cuando baja, veo que en sus manos tiene una faca tumbera. El mango parecía envuelto con las vendas que le sobraron a una momia egipcia.
-Así hacía el matador: pum, pam, pum -narra, y hace un hábil movimiento. Sostiene la faca con las dos manos y hace como si clavara a alguien de frente.
Supongo que del enemigo no quedaba ni la sombra de un muñeco de trapo.
La apoya en la mesa, le pregunto cuánto mide y posa una mano en esa especie de daga medieval.
-Mirá, mi mano mide 25 centímetros. Y la cubro dos veces. Mide medio metro. Dale, agarrala.
Trato de no hacerlo.
Me insiste:
-Dale, agarrala, no le tengas miedo.
-El “Gitano” Acuña dice que es un arma sin gatillo.
-Claro, agarrala. No muerde ni mata. El que mata es el hombre.
Lo dice con una sonrisa que no encaja en la oscuridad de la charla que mantenemos desde que me cuenta el horror de esos días.
Al final, me da la faca en mano, sin opción a rechazarla, y pienso en el código carcelario según el cual, en algunas prisiones, le preguntan al recién ingresado si quiere faca o pabellón evagelista (pelea o refugio con los llamados “hermanitos”).
Manotear la faca es la génesis de la pelea, el movimiento o aceptación que se dibuja antes de convertirse en acción.
La faca pesa más por el peso de las muertes que carga, y la ferocidad de quien la usaba, que por su material de acero. Me pregunto qué hace una faca de un hampón en manos de un guardia.
-Es un trofeo de guerra que me queda de aquellos días en los que me salvé de milagro – se apura a responder Kröhling.
Se refiere al sangriento motín en la Unidad Penal Número 2 de Sierra Chica, a 12 kilómetros de Olavarría, que duró del 30 de marzo al 8 de abril.
Kröhling sufrió un incendio en su casa: se quemaron recuerdos, fotos de su infancia, sus cosas, pero -y esto resulta llamativo o maldito- esa faca sobrevivió. Quedó intacta. Y no es el primer incendio al que sobrevive.
-¿Sabés cómo me llegó esa faca? Me la regaló Marcelo “Popó” Brandán Juárez, el líder de la revuelta junto a Jorge Pedraza. Dejó un papel que decía: “Para Canguro”, mi apodo. Con esta mataron a dos, por lo menos. A Nippur, seguro.
Cuando le devuelvo la faca, el ex guardia me dice que cierre los ojos. Le obedezco. Pone una mano en el pecho. Me pide que respire y exhale hondo. Dice que es su método para convertir energías negativas en positivas. Y que me pidió que cerrara los ojos sólo porque su cara se va transformando.
El hombre no se volvió místico de la noche a la mañana. Antes del motín creía en apariciones de ángeles y de vírgenes.
-A mí en el motín me la tenían jurada. Iban a matarme, pero mis ángeles me protegieron.
-¿Le guarda rencor a los Apóstoles?
-Rezo todos los días por ellos, pero jamás los volvería a ver. Hicieron mucho daño. Lastimaron a mucha gente. Yo vi cómo descuartizaban. El sonido de un cuerpo cortado es especial, no es como cortar una vaca. Hace plaf, plaf. No es comparable a nada.
-Es preferible no entrar en esos detalles…
-Pero es lo que pasó. Y yo vi cómo agarraron una cabeza y jugaron a la pelota. Y hasta hicieron hoyo en uno. ¿Sabés lo que hicieron con Agapito, el líder de la banda rival de los Apóstoles? Lo mataron de dos balazos y de dos facazos. Y apareció como crucificado contra una reja, con sus ojos en las tetillas. Después apilaron los cuerpos e iban pasando de a uno: los escupían o les daban facazos.
-¿Por qué cree que fueron contra los presos y no contra los guardias?
–Había odio acumulado entre ellos. Era todos contra todos. Los mataron a todos por la espalda. Vi a un interno decir “yo no sabía” y corría prendido fuego. Brandán era la cara visible, el pensante era Pedraza. No eran nenes de pecho. Había asesinos y violadores. No todos estaban de acuerdo con el motín.
-¿Pudo haber sido una masacre peor?
-Si. Estaban falopeados y llenos de odio. Yo curé a Brandán de una mano. En un momento se descuidó y pude haberle manoteado la pistola y la faca, lo pensé pero creo que las cosas hubieran salido mucho peor. A la jueza le pegaron un sopapo, ahí salí a defenderla. Les dije que si le hacían daño los jueces le iban a dar con un caño. Uno de ellos me dice: “Che, Canguro, a vos te podemos amasijar”. Le dije: “Mirá, haceme lo que quieras, pero si me tocás hay francotiradores. ¿Sabés las ganas que tienen de ponerlos?”. Y no dijo nada. En un momento hasta prometieron liberar de a dos o tres personas a cambio de un periodista, pero que yo sepa ninguno se ofreció. Fui uno de los testigos principales. Ellos trasladaban a los presos descuartizados en una olla tapada con frazadas. Querían que no hubiera cuerpos. Hasta escondieron los dientes. Sin cuerpo no había delito, pero se olvidaron que yo y la jueza, entre otros, éramos testigos. Se comieron una perpetua, algunos murieron, otros siguen presos y la mayoría libres.
-¿Por qué cree que los Apóstoles terminaron por rendirse?
-Porque estaban cansados, se les había acabado la droga. Y el resto de la población carcelaria se estaba hartando. Seguro que iban a terminar atacando a los Apóstoles.
-¿Qué secuelas le dejó la masacre?
-Muchas, pero creo en Dios y en hacer el bien. Las cosas por algo son. Yo lo viví, no me lo contaron. Estuve dispuesto a morir. Mi función, y ustedes lo saben, era la de proteger a todos. De que no ocurriera nada violento. Ya sea para los internos o los presos. De mi carrera puedo decir que estoy feliz de haber cumplido con mi deber. Aunque venimos de un año duro. Perdí a mi mejor amigo, de toda la vida. Ni ir al entierro se podía ir.
Kröhling se emociona. Llora. Se repone. Mira fotos del pasado. Aparece a los 20 con el uniforme. O izando la bandera. En las paredes hay condecoraciones y un retrato panóptico en el que se ven los pabellones y en el medio el rostro de Kröhling, quien cumplió treinta años de servicio.
“Lástima que la prensa haya dicho mentiras. Como que yo fabulaba. Espero que ustedes pongan lo que digo y no me censuren”, dice el guardia.
Se vuelve a emocionar cuando habla del día de su retiro. Su padre fue guardia también y su hijo lo es desde hace un tiempo. Creció jugando en una cárcel. El último día, tomó un bolsito y sus compañeros lo ovacionaron. No pudo evitar salir llorando de la cárcel, como si recuperara la libertad.
Caminó sin mirar atrás. Adentro había dejado una parte de su vida.
Del lado de adentro de las rejas
La salida de esa misma cárcel, hace 25 años, no fue igual para el “Gitano” Ariel Acuña, uno de los Doce Apóstoles. Se lo llevaron trasladado al igual que sus compañeros, como fieras peligrosas. Fueron juzgados en jaulas, como si fueran los animales más salvajes del zoológico carcelario.
El jueves 26 de marzo, viajó convocado por Infobae a Sierra Chica.
Es paradójico: el joven que en 1996 fue capaz de todo para fugarse y quedar libre, ahora, a los 49, le gustaría entrar en la cárcel para recordar la masacre. Pero los guardias y un patrullero le piden los documentos y lo echan.
Ni siquiera le permiten dar una entrevista enfrente, con el penal de fondo y las letras despintadas del cartel de cemento que dicen “Unidad Penitenciaria Número 2 de Sierra Chica”.
De todos modos, años atrás Acuña logró entrar con el escritor y periodista Luis Beldi, autor del libro Los Doce Apóstoles, en el que se revela la historia del motín que conmocionó a la Argentina.
Antes, Acuña quería irse de la cárcel y no lo dejaban. Ahora quiere entrar en la misma cárcel y no lo dejan. La diferencia es que antes en una de sus manos tenía una faca.
En esta era, en la misma mano lleva un celular con el que se convirtió en un exitoso youtuber con 13 mil suscriptores y con videos que superan las cien mil visualizaciones y está a cargo de su sobrino Ian Alexander Cerdeiro.
-¿Cómo surge el motín?
–Los guardias se enteran que íbamos a fugarnos. Agapito Lencina trabajaba para la gorra. Era muy maldito. Creemos que él nos botoneó. Y además a través suyo buscaban saber dónde estaba el arma. Por eso la fuga mutó en una batalla. Lo que hicimos fue justicia por mano propia porque seguían cometiendo delitos estando presos. Eran violines y buchones. Y asesinos. Hubo mucha sangre, mucho descuartizamiento. Los que manejábamos el motín estábamos en Sanidad, donde está el hospital. Pero nadie dice que hicimos un petitorio para que se bajaran las penas del delito automotor, que casi eran mayores que las de homicidio.
A diferencia del guardia Kröhling, Acuña niega que hubieran cocinado guiso y pastel de papa con la carne humana.
–Se cortaron las nalgas y se cocinaron unas diez empanadas. Se las dimos a probar a un par de guardias. Y les dijimos: “¿Sabés gusto a qué tienen? Gusto a Chorro”. Porque el ladrón es otra cosa. El chorro es rastrero, tan rastrero que roba al pobre y roba adentro de la cárcel.
-¿Es mito o verdad que jugaron a la pelota con la cabeza de Agapito Lencina?
-Es mentira. Eso es otra cosa que se dijo. Ni al fútbol ni al golf, como dice el guardia tomado como rehén. Una cabeza pesa muchísimo. Tampoco jugamos a la bolita con los ojos de uno. ¿Ustedes creen que era lindo ver todo eso macabro? A mí me hicieron una joda que me hizo vomitar. Los cuerpos estaban en buzones, donde está todo oscuro, son las celdas de castigo. Escucho una voz que me dice: “¿Cómo estás, Gitano?”. Me da la mano, la agarro para darle un apretón y me quedé con un brazo descuartizado. Eso no me gustó. No hicimos rituales. Todo fue una locura. Si nos cruzábamos con un malo, nosotros éramos más malos que él. ¿Sabés por qué se decidió descuartizarlos?
-No.
–Para que no aparezcan los cuerpos. Sin cuerpo no hay delito. Pero también buscábamos que culparan a los guardias. Como que los dejaron salir. Por eso buscábamos la forma de que no quede nada de ellos. Hasta que uno apodado King Kong dice: “Hay que descuartizarlos y quemarlos en el horno de la panadería”.
-¿Quién entró el arma?
La pistola la entra una abogada de un compañero. Ellos, los arruinaguachos, sabían que teníamos un arma. Nos dicen los Doce Apóstoles porque era Semana Santa, pero no éramos ni doce, éramos como 17, ni éramos apóstoles. Fuimos los presos que tomaron la cárcel y las cosas se nos fueron de las manos porque era una huida. Y teníamos tanta bronca encima que estallamos. Me arrepiento de eso. A mí me quedaban cinco meses para salir. Pero me subí al bondi igual. Jorge Pedraza, el cabecilla, me dijo que no me subiera. Pero era mi amigo. Me hago cargo de lo que pasó aunque hay cosas que no hice, pero fui partícipe de todo.
-¿Qué sintió al estar frente a la cárcel tantos años después?
-Me temblaron las piernas. Ahí pude haber muerto. Viví muchas cosas, muchos infiernos. Dentro de esa cárcel casi me crié. Estuve en el pabellón de menores, el 9, y ahí dejé casi toda la juventud. Sufrí mucho verduguismo. En los 28 años que estuve preso en distintas prisiones perdí parte de mi vida.
Durante la nota con Infobae, pasó un camión y dos personas le gritaron:
-¡Aguante Gitano! Somos fans.
Eran una pareja. Luego se bajaron y le dijeron que lo admiraban, que veían sus videos en youtube. Esa noche lo invitaron a cenar. El “Gitano” aceptó. No fue el único saludo. Cuando fue a sacar el pasaje de vuelta para Mar del Plata, le pasó algo parecido. El vendedor le pidió una foto.
-Justo estaba viendo un video tuyo. ¿Me puedo sacar una foto con vos?
Y el “Gitano” accedió. Cuando se le pregunta si no es una apología del delito, se defiende.
Dice que cuenta historias criminales, pero que quiere dar otro mensaje, que no es inteligente el que roba, sino el que trabaja. Que las armas las carga el diablo. Que la cocaína y el paco destrozan.
-Lo digo porque yo hice todo lo que está mal. Y estoy arrepentido.
-Eso lo dicen todos los delincuentes que salen en libertad. ¿Por qué hay que creerle?
-Porque llevo siete años libre, tengo trabajo, me aferro a mi familia. Y quiero aprender a vivir. Pagué mis errores. Mis graves errores.
-¿Teme volver a delinquir?
-No. Asunto terminado. Hoy es imposible robar un banco o un blindado. Soy de la última generación de hampones que robaba de otra forma. A la antigua. Ahora todo es tecnología. Busco cambiar. A veces muevo la boca o hago un gesto tocándome la nariz. Es un tic de alguien que tomó merca, mucha merca pura. Pero eso me quedó de antes. No quiero volver a drogarme. Ya no huelo a tumba. Volví a oler a calle.
El “Gitano” se emociona. En los dos días que estuvo en Olavarría vistió zapatillas coloridas modernas, camperas y remeras tipo youtuber, jeans o buzos y gorra. Pensé que iba a encontrarme con un hombre rudo, con algunas actitudes del pesado que usaba faca, que era capaz de matar a un policía si su vida corría riesgos, el que estuvieron a punto de matarlo tres veces, que no le tenía miedo a nada y a nadie.
En Olavarría paró en un hotel tres estrellas, en una habitación cómoda decorada con cuadros de Marilyn Monroe y Marlon Brando. En ningún momento tomó alcohol ni cometió actos imprudentes. Se portó como un hombre civilizado y respetuoso.
“Esto es un lujazo. Pensar que pasé un mes y medio en un buzón, sin luz, sin comida, solo con una letrina y amenazado de muerte porque siempre quise fugarme y era de protestar ante las autoridades”, recuerda.
En el presente, Acuña parece ser -salvo que sea un impostor notable- un hombre que no le teme a la sensibilidad ni al arrepentimiento. Tampoco es de esos predicadores que ahora denostan lo que en otra época vanagloriaban. Le gustaría aparecer en El Marginal o asesorar a los guionistas de la serie. Y que escriban un libro son su historia.
-A Agapito, el líder de la banda rival, la de los cuchillos largos, vos y tus compañeros lo describen como un villano.
-Agapo era lo peor de lo peor. A mí me mató a un amigo. Y me mandó una esquela en la que me avisaba que iba a ser el próximo asesinado. Además arruinaba a muchos pibes. A cambio de protección les violaban hasta las familias. Una madre de un muchacho me dijo que había sido violada. Eso me mató. Recordé a mi madre. El que daña a una mujer merece el castigo más grande. Y las mujeres están desprotegidas. Detesto a los femicidas. Agapo y su gente violaban a los pibes. Era una lacra humana que tenía sus soldados. Por eso la bronca fue con ellos. ¿Qué otro mito querés saber?
-El de la jueza Malere, que nunca habló, como si la hubiesen obligado a sellar un pacto de silencio…
-Ya sé. Se llegó a decir que fue abusada. Mentira. Yo me ocupé de cuidarla. Un compañero la quiso verduguear y yo la protegí. El verduguismo no me va a mí. No fuimos santos, pero tampoco demonios.
Antes de alcanzar “la fama tumbera”, Acuña fue un ladrón de bancos y blindados. En su historial tiene varias anécdotas. Una vez, meses antes del motín, quiso fugarse anudando sábanas de Sierra Chica, de hecho ya tenía un pedazo de barrote roto.
-Hasta que un guardia pasó barroteando (pasar un palo por las rejas, cuando lo hace un preso le decimos guitarrear) y se cayó el barrote.
Pero una vez se fugó disfrazado de mujer de la cárcel de Batán, en Mar del Plata. Salió con vestido, tacos altos y una peluca morocha. Eso le llevó meses. Su cuerpo es un campo minado de cicatrices. Le cuesta caminar porque en sus piernas fueron baleadas en un enfrentamiento con la Policía.
-Del motín conté todo lo que sabía. Se hizo una película, un documental, quizá hagan otra y hay un libro.
-Acuña, ¿cómo se hizo delincuente?
-A los doce años. Buscando a mi mamá.
-¿Dónde estaba su mamá?
–Se prostituía para darme de comer. Pero un juez me la sacó y me dio a otra familia. Yo la busqué. Y a los doce me trepé a un tren para ir a buscarla. No sabía dónde, iba sin rumbo. Y de ahí me hice ladrón. (Acuña se quiebra, deja de hablar, sus ojos están vidriosos hasta que no puede más y llora).
-¿Volvió a verla?
-No, pero la sueño casi todos los días... y eso que olvidé su voz, su cara, su olor, sus caricias -dice y se tapa las manos con la cara. La entrevista se detiene porque no puede seguir.
El gitano llora sin consuelo, como si volviese a ser el niño desamparado que no encuentra a su madre.
La cámara se apaga. Y él queda en penumbras, apenas iluminado con una luz tenue. Su dolor pareciera envolver la sala.
Todo, ahora, es silencioso.
Hasta su llanto
Fotos y Video: Diego Barbatto